lunes, 4 de junio de 2007

La pedagogía de la oración ignaciana


Nada más lejos de la verdad el pensar que Ignacio escribe el libro de los Ejercicios “ex nihilo”, como si fuera el inventor o creador único de todo en lo que él aparece. Muy al contrario. Ignacio es deudor de una larga Tradición en todo lo que se refiere a aquellos elementos que le configuran: modos de orar, discernimiento de espíritus, devoción a la humanidad de Cristo, distribución por semanas… Pero la genialidad de Ignacio consistió en dar a esa gran herencia recibida de la Tradición un toque personal, fruto de su propia experiencia y enfoque de las cosas de tal manera que deja en cada una de ellas una impronta muy particular que las configura con una aire auténticamente ignaciano.


Y si eso se puede afirmar de muchas de las piezas que componen el puzzle del libro de los Ejercicios, un ejemplo típico lo encontramos en la que constituye uno de los “ejercicios” fundamentales de los mismos, que no es otro que el de la oración. A través de la obra del abad García de Cisneros conoció Ignacio la práctica de la “oración mental” y “metódica” de la Devotio Moderna, que dio lugar a la “Lectio Divina” propia de los monjes. De ahí que abunden por todas partes los estudios comparativos entre los cuatro momentos –lectura-meditación-oración-contemplación- de la Lectio Divina y el lenguaje y enfoque con que se presentan en el libro de los Ejercicios.


Desde ese influjo de fondo, Ignacio va a distinguir netamente dos tipos de oración: la meditación y la contemplación. Cada una tiene sus matices propios. La meditación (y su equivalente más cercano, la “consideración”) es más activo-reflexiva y la sitúa en la materia que no son pasajes evangélicos y es más propia –aunque no exclusiva- de la Primera Semana, dedicada a la meditació sobre el pecado. La segunda es más pasivo-receptiva y la sitúa a lo largo de la Segunda, Tercera y Cuarta Semana en las que se contempla la vida de Cristo. El paso de una a otra supone un enfoque progresivo a través del cual el ejercitante irá pasando de una experiencia más centrada en sí mismo (con el esfuerzo propio del que “medita” con todas sus “potencias” –memoria-entendimiento-voluntad-, a otra más centrada en el objeto mismo de toda oración –Dios, a través de los misterios de la vida de Cristo- destacándose así el elemento más pasivo de la misma. Paso, en definitiva, de una experiencia más bien de tintes ascéticos (meditaciones), a otra más decididamente mística (contemplaciones).


Pero en ambas claves o modos de orar destaca con fuerza un rasgo característico de la pedagogía ignaciana de la oración que no es otro que su fuerte dosis de personalización. En contraste con los elementos que recibe Ignacio de la Tradición que van más bien enfocados a las características propias de la vida monástica (coro y su distribución por días…), en los Ejercicios quedan todos ellos concentrados en la persona que los hace, y condensados en el tiempo de un mes. Tiempo –semanas- que van marcando un itinerario que avanza no linealmente, sino en espiral, donde cada ejercicio le ayuda a ir perforando cada vez más el nivel de profundidad al que todos apuntan y que no es otro que el “conocimiento interno” de Cristo que “por mi” se ha hecho hombre, ha vivido, ha muerto y ha resucitado


Hacia este objetivo van dirigidas las orientaciones tan precisas –y hasta minuciosas- con las que Ignacio enmarca no sólo el tiempo de cada meditación y contemplación (oración preparatoria, preámbulos: traer la historia, composición viendo el lugar, petición, puntos, coloquios…), sino el tiempo exterior a las mismas –anotaciones, adiciones…- como ayudas necesarias para que el ejercitante esté en todo momento con todos sus poros bien abiertos para dejarse impregnar más y más de aquello que medita o contempla. De ahí la insistencia en el reposo, sin querer saber mucho o abarcar mucha materia sino “sentir y gustar de las cosas internamente” (nº 2); de ahí los ejercicios de repetición basados en las reminiscencias que cada meditación o contemplación va dejando en el alma del ejercitante; de ahí la tan traída y llevada “aplicación de sentidos” (nn. 121-125). Todo ello con una única pretensión pedagógica que consiste en que sea todo el ser del ejercitante –principalmente sus afectos y su corazón- el que quede impregnado y moldeado por aquello que medita y contempla.


Sólo con esta finalidad personalizadora presenta Ignacio cada día, y todos los días, de un modo perfectamente organizado, sin dejar casi nada al azar, aunque, por esa misma atención a cada persona y a sus capacidades reales, le recuerde al que los da que tenga toda la flexibilidad posible para adaptarlos a cada una de ellas. Rigor y flexibilidad al servicio del que los hace hasta que éste, a medida que avanza en la experiencia, vaya necesitando cada vez menos de dichas orientaciones y apoyaturas externas.


Fuente: Jesuitas de España

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